Prólogo Miguel Delibes de Castro




¿Qué es la realidad? ¿Acaso existe? ¿Cómo la percibimos? Los científicos intentamos conocer una realidad, que, por supuesto, es muy distinta de la realidad que detectan nuestros sentidos. ¿Un ejemplo? La física nos enseña que el movimiento continuo es el estado natural de los cuerpos, que nada está quieto si no hay una fuerza que lo retenga. ¿Qué nos dicen los sentidos, en cambio? ¿Qué percibimos? ¡Todo lo contrario! Sabemos que, por lo regular, las cosas están quietas hasta que empleamos una fuerza para moverlas. El ser humano tiene muchos modos de acercarse a la realidad, vive inmerso en distintas realidades, si bien casi todas ellas, como las sombras en la caverna de Platón, sean realidades puramente virtuales.

La ciencia y la poesía enfrentan al ser humano a dos tipos de conocimiento distintos, pero dos tipos de conocimiento reales, imprescindibles. La primera, la ciencia, consciente y deliberadamente trata de rehuir la emoción, presume del distanciamiento y la objetividad. La segunda, la poesía, con no menos deliberación, es la emoción misma, es la cercanía, es el yo convertido en palabra. Por eso ciencia y poesía son complementarias, y por eso toda persona debería aspirar a armar su cabeza con algo de racionalismo científico y a cargar su corazón con al menos una pizca de emoción poética.

Los estudiosos nos dicen que los humanos estamos exigiendo demasiado de la Tierra. Requerimos más recursos de los que puede proporcionar sin resentirse, y la contaminamos más allá de su enorme capacidad de autodepuración. El amable planeta en el que se ha desarrollado nuestra existencia como especie desde hace cientos de miles, o millones, de años, puede dejar de serlo. Pero los científicos, mientras lo sean, nos proporcionan datos, probabilidades, advertencias. Nos hacen recomendaciones. No es su tarea transmitirnos emoción. Eso hay que dejarlo a los poetas.

He dicho a menudo que muchos años de estudio en Doñana, la revisión de miles de páginas y millones de datos, no me han dicho tanto acerca de la naturaleza de este territorio como las primeras líneas de Ágata ojo de gato, la novela del poeta José Manuel Caballero Bonald. Puedo conocer al dedillo los suelos, las plantas o los animales del Coto, saber cómo se ha gestado y cómo se está modificando, discutir de cómo le puede afectar el cambio climático, pero nada me hace ni me hará sentir más cerca de la marisma estival que leer: “No hay distancias ni contrastes ni puntos de referencia, sólo una inmensa fulguración taponando el campo visual, una gigantesca boca de horno vaciándose sobre el espacio calcinado...”. Ninguna revista científica aceptaría esa descripción de mi área de estudio, evidente y razonablemente, pero no hay otra más acertada.

Algo parecido me ha ocurrido, y les ocurrirá a ustedes, lectores, con alguno de los poemas que José Ignacio Besga dedica en este libro a la Tierra herida. Los científicos podemos transmitir mucha información, decir muchas cosas, pero algunas sólo pueden sentirse, es necesario sentirlas, y se sienten con poemas como estos, terribles, a veces. “Inclinado sobre la Tierra removida/ me asomo al borde/ del sentido de las cosas”, canta José Ignacio. ¿Qué sentido tiene lo que estamos haciendo? ¿Por qué lo hacemos? Hoy por hoy, desgraciadamente, quizás la única razón, usando palabras de otro poeta, Ángel González, sea cantar a “todo lo que perdí: por lo que muero”. Pero sabemos que desde el conocimiento científico y desde la emoción de la poesía podemos cambiar el mundo, y tenemos que intentarlo. Y luego cantaremos ese triunfo. Este poemario apunta a ello.


Miguel Delibes de Castro

Navidad de 2007